Los siete Frankenstein canónicos
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Ya no alabo el nombre de la Filmoteca: desde el pasado mes de julio, todas las proyecciones de su programación que podrían interesarme me son harto conocidas. Se da además el caso de que las últimas fiestas han sido las primeras en mi vida en que la cartelera navideña no ha estrenado un solo título capaz de llevarme ante la gran pantalla. Así que no piso una sala desde la última fiesta del cine, a finales de octubre. Eso sí, entonces vi una de las grandes cintas de la temporada: Parásitos (2019), la aguda comedia de Bong Joon Ho. Título que, además de poner en solfa la bondad infinita de los pobres -uno de los grandes dogmas de nuestra sociedad-, ratifica, otra vez, que el cine coreano, en su conjunto, es el más interesante de nuestro tiempo.
Desde entonces, desde mediados del último otoño, mi quimera -esa necesidad imperante de ver películas, ese apetito insaciable de cine- se nutre únicamente de mi tesoro filmográfico.
A menudo, mi cinefilia es como uno de aquellos datos que nos llevaban de un texto a otro en los libros de consulta anteriores a Internet. Así, puesto a rastrear los Frankenstein dirigidos por el gran Erle C. Kenton, acabé dedicando la nochevieja a volver a revisar la saga de El Moderno Prometeo producida originalmente por la Universal, cinta tras cinta, cronológicamente. Al díptico inaugural -Frankenstein (1931) y La novia de Frankenstein (1935), ambas de James Whale-, le siguieron cinco secuelas: El hijo de Frankenstein (Rowland V. Lee, 1939) -también conocida como La sombra de Frankenstein-, El fantasma de Frankenstein (Erle C. Kenton, 1942), Frankenstein y el hombre-lobo (Roy William Neill, 1943), La zíngara y los monstruos (Erle C. Kenton, 1944) y La mansión de Drácula (Kenton, 1945).
Puesto a pensar en este pequeño ciclo que tanto deleite me ha procurado en las primeras horas del año, me ha indignado el desdén con el que desprecian estas siete maravillas del cine de miedo tantos espectadores. Producido en buena medida -El fantasma de Frankenstein, Frankenstein y el hombre-lobo- por George Waggner, a quien también cumple alabar por su dirección de El hombre lobo (1941) la primera entrega del licántropo incorporado por Lon Chaney Jr. en su creación del infeliz Larry Talbot. Considerando además que Waggner fue el director de Misterio en la ópera (1944), un acercamiento al universo de Gastón Leroux sobre un libreto de Curt Siodmak -¡Casi nada!-, no dudaré en apuntar que George Waggner fue al cine de terror de la Universal, poco más o menos, lo que el gran productor Val Lewton al de la R.K.O dirigido por Jacques Tourneur -La mujer pantera (1942), Yo anduve con un zombie (1943)-, Robert Wise -La venganza de la mujer pantera (1944), El ladrón de cuerpos (1945)- o Mark Robson -La 7ª víctima (1943), Bedlan, hospital psiquiátrico (1946)-.
Ahora bien, así como ningún amante del cine de terror, objetivamente, podrá argumentar nada en contra del ciclo de Lewton, el ciclo original de Frankenstein de la Universal se suele dejar de tomar en serio en El hijo de Frankenstein, esa tercera entrega, y a considerar un cachondeo tras la primera mixtura con el hombre lobo. Bien es cierto que ya en la propuesta protagonizada por el vástago del barón, el propio estudio enmarca sus Frankenstein dentro de su serie B. Pero no lo es menos que las limitaciones económicas siempre han sido un acicate para el cine de miedo porque, lo que en producciones más holgadas se muestra de forma explícita, en el cine barato se sugiere. Lo latente asusta mucho más que lo evidente. La banda sonora de El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick, Eduardo Sánchez, 1999) asusta mucho más que toda la casquería del bueno de Stuart Gordon en la execrable Re-Animator (1985).
Sí señor, la falta de medios obliga al buen cineasta a hacer virtud de la necesidad y los grandes realizadores -como lo fueron los de los primeros siete Frankenstein de la Universal- supieron estar a la altura de las circunstancias. La ambientación y el ritmo trepidante se mantiene hasta el último título. A menudo, los guiones o los argumentos vienen firmados por Curt Siodmak, hermano de Robert Siodmak y grande entre los grandes del cine barato. El maquillaje se debe a Jack P. Pierce, diseñador de la caprichosa fisonomía de tantas criaturas de la noche.
Y, por supuesto, Bela Lugosi interpretando a Ygor, el antiguo ladrón de cadáveres para el barón. Siempre odiado por las masas por sus visitas al camposanto, esos cementerios cuyas lápidas torcidas se alzan entre una niebla baja inconfundible. Toda una seña de identidad del estudio. En El hijo de Frankenstein, las masas -que particularmente siempre me han parecido mucho más abominables que el monstruo- dejaron el cuello roto a Ygor tras ahorcarle en vano con el mismo fuenteovejunismo que los lleva a quemar el castillo de Frankenstein en el clímax final de las distintas entregas. Taimado amigo del monstruo, Ygor hará sonar su pífano para que la bestia, a la que solo frenan las niñas que no le temen, se desate.
Ya en Frankenstein y el hombre-lobo, Lugosi interpretaría al monstruo -papel desdeñado por Boris Karloff a partir de La mansión de Frankenstein- creado por el barón. Pero su personaje por excelencia para el terror de la Universal, además del conde Drácula para el Drácula (1931) del gran Tod Browning y el doctor Vitus Werdegast de El gato negro (Edgar G. Ulmer, 1934), todo un mad doctor, fue este Ygor de ese par de entregas de la saga de Frankenstein. No, la Universal no dejó de tomársela en serio con El hijo de Frankenstein, como han hecho con los nuevos Superman y Batman los impulsores de La liga de la justicia (Zack Snyder, 2017), uno de los mayores tostones del cine de nuestro tiempo.
La broma con el Frankenstein original de la Universal comenzó en Abbott y Costello contra los fantasmas (Charles Barton, 1948). Habrá que repetir que los géneros finalizan cuando comienzan a parodiarlos sus propios promotores. Cuando le llegó la hora a la saga original de Frankenstein de la Universal, los siete títulos que hoy nos ocupan ya habían trazado la genealogía del monstruo, marcado el canon del género. Y así fue a demostrarlo el gran Terence Fisher en 1957, al tomarlo como ejemplo de La maldición de Frankenstein, comienzo del ciclo dedicado al moderno Prometeo puesto en marcha por la Hammer.
Publicado el 9 de enero de 2020 a las 12:30.